Por qué es necesario humanizar la empresa

¿Quién podría dudarlo a estas alturas? El panorama que nos ofrece la realidad demuestra que en algún punto de la historia, perdimos el norte.

Imagino el desacuerdo ante esta afirmación, y es comprensible, porque cierto es que tanto la esperanza como la calidad de vida de las personas ha mejorado progresivamente y la fórmula del estado de bienestar ha compensado muchos desequilibrios.

Pero no nos engañemos; eso solo sucede en los países con un índice de desarrollo humano muy alto que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, son 65 y apenas agrupan al 22% de la población mundial. Es evidente que las grandes desigualdades persisten: la riqueza sigue siendo acaparada por minorías, la brecha de desarrollo entre culturas continúa siendo abismal, la mujer aún obligada a mantener la pelea por el reconocimiento, por sus derechos, por su lugar y su valor… 

La globalización ha proporcionado recursos ilimitados a esos 65 países desarrollados en detrimento, cómo no, del resto. Porque, seamos serios, ¿qué clase de globalización es aquella que me permite comprar una camisa hecha en Bangladesh si un bangladesí no puede comprar una camisa hecha en Europa o Estados Unidos? La globalización es unidireccional; es una receta solo útil para quienes vivimos en el lado acomodado del mundo.

La economía global permite que las grandes corporaciones trasladen los centros de trabajo y producción de sus empresas a lugares remotos donde la vida carece de valor, donde las personas son piezas anónimas de un engranaje monstruoso que las exprime hasta la extenuación. Salarios miserables, condiciones inhumanas que atentan contra la dignidad, explotación, esclavitud, por no hablar de acceso al agua potable, a la sanidad, a la educación… Derechos fundamentales reconocidos son usurpados a diario a las personas que fabrican con sus manos y su extraordinaria pericia y disciplina la ropa, los complementos, los accesorios tecnológicos y otros muchos productos que se consumen en ese primer mundo desarrollado.

¿Primer mundo, segundo mundo, tercer mundo? ¿Se detiene ahí la escala? El espejismo colmado de las naciones que se arropan unas a otras en el G20, Davos o en cualquier otro foro internacional, en los que se decide quién ocupa cada uno de esos niveles, distrae la verdad terrible: el mundo, como producto social, sigue siendo desigual, caótico, injusto, violento y cruel.

Es tal la insensibilidad, la insolidaridad y el poco respeto hacia la vida humana, que para la sociedad consumista de esos 65 países y de los que aspiran a engrosar esa cifra, donde las personas son medidas por sus posesiones y el precio de estas, el 78% restante de la población mundial parece no existir, porque solo está representado en una estadística, en la etiqueta de un pantalón o en la de unas deportivas.

¿Hay alternativa? Claro que la hay, el problema es que se confunde alternativa con utopía, y esta palabra —por otro lado, valiosísima para el progreso— termina siendo la excusa de quien, desde su comodidad, no quiere alterar ni un ápice su condición, por injusta o insolidaria que sea.  

Vivimos atrapados en un enfoque perverso. La tecnología, la industria, la producción y la economía se han convertido en el nuevo y generalizado contexto existencial, de modo que nuestras acciones, nuestra conducta, nuestras ambiciones y nuestros miedos emergen como fórmulas adaptativas necesarias ante la urgencia de mantener eso tan raro que llamamos nivel de vida.

Quien tiene mucho, pelea por mantener su mucho; quien tiene poco, pelea por no perder ese poco mientras sueña con mucho.

Entretanto, la vida transcurre al margen de esa ficción, y solo tomamos de ella ligeros y eventuales aderezos de alegría, eficaces analgésicos para el profundo e inevitable dolor inconsciente que nos infligimos como especie.

Mirando, no vemos; queriendo, no amamos; buscamos el encuentro y la relación aislándonos, paradójicamente, en el artificio de las redes sociales; nuestras emociones y sentimientos quedan ocultos tras la inmediatez de las sensaciones y nos perdemos en su superficialidad; nuestro valor personal solo es tomado en consideración si está certificado en un papel; el aire, el cielo, el sol, la tierra, la hierba, la ternura, la compañía… todo aquello natural que nos envuelve y nos hace sentir vivos, se desdibuja y desaparece porque la realidad ahora brota de una pantalla y siempre trae atractiva novedad.

La coherencia, la honestidad, la integridad y la generosidad son cualidades que cotizan a la baja en el juego social; el liderazgo se ha convertido en mercadeo o en la puesta en escena de la autocomplacencia, una suerte de logro que se adquiere a través de influencias, prebendas y complicidades, o incluso a través de cursos, talleres, seminarios y otros productos de dinámica inversa.

Llamo producto de dinámica inversa a toda propuesta basada en la forma y no en el fondo, que persigue un efecto obviando que este ha de tener una causa que lo preceda o, de lo contrario, carecerá de sustancia y sentido.

Se explica mejor con un ejemplo: no se puede aprender la honestidad, porque esta es una cualidad que emana de la integridad, y esta, a su vez, de la autoestima. Las cualidades no pueden aprenderse de manera aislada; se manifiestan en secuencia, como derivaciones de un estado del ser que se reconoce a sí mismo, se respeta y se ama. Ese estado del ser necesita estímulo. Sin estímulo no hay cualidad rescatable; sí latente, pero no visible ni susceptible de experiencia, ni apreciable, ni valorable. 

En los últimos años se ha puesto en marcha una esperanzadora corriente de innovación social en el ámbito de la empresa que merece ser aplaudida.

Sin embargo, todo estará aún por hacer mientras la estructura interna de las empresas siga estando basada en la tradicional jerarquía de poder y los organigramas sean planteados como una sucesión descendente de subordinación y deducción de privilegio que parte de la propiedad, la presidencia, o la dirección de una empresa hacia la última persona empleada que ocupa a su vez la última categoría laboral.

El problema radica, precisamente, en la jerarquía y en determinados conceptos que sirven de armadura para un modo de hacer empresa que, a la luz de los acontecimientos de las últimas dos décadas, no solo no nos sirve, sino que cronifica todos y cada uno de los males colectivos derivados del sistema.

Sin embargo, hay esperanza y esta siempre es un depósito intacto que se encuentra en las personas. Seamos, pues, personas; reclamemos la humanidad como cualidad laboral y empresarial. Humanicemos el mundo; es lo que toca.

Bosco González

Consultor de Ética Práctica y Humanización de Procesos.

Subdirector de la Cátedra Institucional Organizaciones Saludables,

Bienestar e Innovación Social de la ULL.

  • Doctor en Filosofía - Ética Aplicada, Neuroética y Humanización de Procesos - Ayuda a impulsar el valor de las personas y a activar recursos de transformación.
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